El tritono, la tensión y la verdad: la geometría pitagórica en la música
A menudo pensamos en la música como emoción hecha sonido. Pero mucho antes de que aparecieran gestos expresivos e indicaciones dinámicas en nuestras partituras, los antiguos escuchaban otra cosa: orden. Para Pitágoras y sus discípulos, la música no era solo arte: era un espejo del cosmos. Los intervalos no eran elecciones estéticas, sino proporciones, relaciones, verdades. Y entre ellos, uno en particular fascinaba e inquietaba: el tritono.
Nacido en el siglo VI a.C., Pitágoras no fue solo un filósofo, sino también un místico, un matemático, el fundador de una hermandad que consideraba los números como sagrados. Descubrió que los intervalos musicales podían expresarse mediante proporciones simples: la octava (2:1), la quinta (3:2), la cuarta (4:3). Para él, la música era matemática audible —harmonia— una manifestación de la arquitectura divina del universo.
En este contexto, el tritono —que abarca tres tonos enteros o seis semitonos— ocupa un lugar curioso. No corresponde a una proporción simple; desafía la clasificación. Durante siglos fue conocido como diabolus in musica, el “diablo en la música”, por su inestabilidad. Pero todo músico clásico conoce su poder. El tritono desea resolverse. Crea tensión, dirección, sentido. Es la bisagra sobre la que gira gran parte del movimiento armónico occidental.
Y ahí está el misterio: el tritono puede ser disonante, pero no es antinatural. En el tetracordio pitagórico —una estructura de cuatro notas basada en intervalos perfectos— el tritono aparece a menudo en el punto que corresponde a la proporción áurea, esa misteriosa relación (1 + √5)/2 que aparece en galaxias, en girasoles, en pinturas renacentistas. Algunos investigadores sugieren que podríamos estar programados para percibir esta proporción como significativa. Si es así, la tensión del tritono no es artificial, sino esencial. Un vacío sagrado. Y su resolución no es solo cierre armónico, sino retorno simbólico.
Visto así, el tritono es más que una función: es un gesto de alcance cósmico. Divide y reconecta. Introduce el desorden para señalar un orden más profundo. Como intérpretes, podemos sentirlo. Los acordes disminuidos, las séptimas dominantes, las cuartas aumentadas: no sirven solo a una tonalidad, encarnan un drama.
¿Qué cambia si tocamos con esta conciencia?
Empezamos a leer la música no solo de forma lineal, sino geométrica. Reconocemos la tensión no como problema, sino como parte necesaria de un patrón mayor. En un adagio expresivo, un recitativo, una fuga, el tritono puede sonar como una pregunta —una dilatación del espacio— y su resolución como una respuesta, no solo a la frase, sino al alma.
Volver a estas ideas es también volver a las raíces mediterráneas de nuestro arte. En la visión pitagórica, la música era geometría sagrada, eco de la armonía de los planetas —musica universalis. Cada nota correspondía a una verdad numérica; cada relación, a una simetría oculta del cosmos. La teoría musical moderna, en su afán por codificar reglas, a menudo ha perdido este sentido de asombro. Pero aún podemos recuperarlo.
Porque quizá, como intérpretes, nuestra tarea más profunda no sea solo leer lo escrito, sino hacer resonar lo eterno.